4 poemas de James Tate

Dos visiones

“Yo veo dos figuras que atraviesan un paisaje corriendo,
hechos jirones los abrigos, y las piernas que ya no les dan más”,
dije yo. “Qué raro. Yo veo dos figuras bailando alrededor de una hamaca,
con flores en el pelo y una canción que brota de sus labios”, dijo
Nikki. “Ahora caen al suelo y empiezan a gatear. Creo que a lo mejor
se están muriendo de sed”, dije yo. “Esas personas están enamoradas.
Es demasiado obvio. No paran de tocarse”,
dijo ella. “A ver, esperá un poco. Hay otro tipo a caballo.
Va hasta donde están ellos y les ofrece un trago de su cantimplora. Se
baja del caballo y también se los ofrece. Los ayuda a subir y guía
el caballo”, dije yo. “Ella lo abofetea. Él dijo algo
muy feo. Él le levanta la mano”, dijo ella. “Nikki”, dije yo, “¿por
qué no estamos mirando la misma foto?”. “Pero sí, Harvey.
Es la misma foto, lo que pasa es que vos tenés
ideas raras”, me dijo. “Sólo estoy informando lo que veo”, dije
yo. “Bueno, entonces seguí”, me dijo ella. “Llegan unos tipos en camello
y los rodean. Debe haber unos treinta y todos llevan sables”,
le dije. “Los amantes ahora se abrazan y se besan”, dijo ella.
“Los tuyos son demasiado predecibles”, le dije. “¿Y qué querés
que haga? Perdoname”, me dijo. “No es culpa tuya. No podés
hacer nada, me parece”, le dije. “El Capitán se baja
de su camello y apunta con el sable al hombre que guiaba
el caballo. Les exige dinero a cambio de cruzar el desierto”. “Estoy
muy preocupada por los tuyos. Yo no creo que salgan
de ahí vivos”, dijo ella. “¿Y los tuyos dónde están?”, dije yo.
“No los veo. No están por ningún lado”, dijo ella. “Quizá están
muertos en alguna zanja. ¿Te fijaste en las zanjas?”, dije yo.
“Me fijé en todas partes. Ella dejó el pañuelo encima de la hamaca”,
dijo Nikki. “Seguro que se fue a comprar un helado. Va a volver
enseguida”, dije yo. “¿Y los tuyos?”, dijo ella. “Mejor ni me preguntes”,
dijo ella. Me arrepiento de haberme involucrado con ellos. Desde el
principio no tenían la más mínima chance”, dije yo. “Pero eran gente
como vos. Te caían bien”, dijo ella. Nos quedamos sentados
con la mirada perdida un rato largo. Finalmente le dije, “¿Qué
pasó con los tuyos?”. Ella dijo, “¿Qué pasa con los míos?”. Le dije, “¿Los
mataste?”. “No quiero hablar de eso ahora. La noche está
tan linda”.

La tribu perdida

Un frisbee rojo pasó volando y todos nos arrodillamos
y rezamos. No tengo idea de por qué rezábamos. De hecho,
ni siquiera sé qué hacía yo con ese grupo de lunáticos.
Estaban todo el tiempo en busca de señales. Yo la verdad
no creía en esas cosas. Pero cuando se arrodillaban a rezar,
yo lo hacía también, salvo que no rezaba. “¿Qué pensás que
significa esa bandada de palomas?”, me preguntó uno. “Significa
que nos hemos alejado del abrazo de Dios”, le dije. “Qué tragedia,
¿no?”, me dijo. “En efecto”, le dije. Atravesamos un campo
de tréboles. Había un viejo tractor todo oxidado.
Una mujer se tropezó y se cayó. “Déjenla, que así nos va
a estorbar”, dijo el líder. Dos ciervos nos vieron y escaparon al galope.
“Son días santos, el final se acerca”, dijo mi compañero. Todos en ese instante
nos hincamos y nos pusimos a rezar. “No creo que el final se esté acercando”,
dijo alguien. “Está muy claro que el final se acerca”, dijo otra persona.
“La señal son dos ciervos galopando, ¿no?”. “Dos ciervos galopando
significa que algo prodigioso está a punto de ocurrir”, dije
yo. “Yo no vi ningún ciervo. Para mí que te los imaginaste”,
dijo alguien. “Mejor sigamos viaje. Dentro de poco se va a hacer
de noche”, dijo el líder. Poco después, entramos en un bosque. “Me parece
que esto es un error. Nos vamos a perder”, dije yo. “Sólo se pierden
los de poca fe. Acordate, va a haber una señal”, me
dijo. “Hay demasiadas señales en el bosque”, dije yo. Un pájaro
carpintero se lanzó en picada y pasó apenas encima de nosotros. “Acá
tenemos que acampar”, dijo el líder. Estaba anocheciendo cuando
armamos las carpas. “No me gusta este lugar”, dije yo. “Dios
no nos va a defraudar. Jamás defrauda”, dijo mi compañero. Se hizo
de noche. Yo dije, “Nos tenemos que ir de acá. Va a pasar
algo horrible”. Nadie me respondió. Encendí la linterna
y empecé a caminar entre los árboles. Esa gente
nunca me cayó bien. Eran una tribu perdida, y yo no estaba perdido,
apenas confundido.

Plan b

Joaquin dijo que nos olvidáramos del viejo plan. Había cambiado
por completo por un nuevo plan. “Está bien, ¿y cuál es el nuevo plan?, dije.
“Quedan por definir algunos últimos detalles, pero pronto va a estar
listo”, me dijo. “Entonces estamos entre planes, lo cual quiere decir
que ahora mismo no tenemos plan”, le dije. “No lo pondría en esos
términos. Vos le estás dando un sesgo negativo a un futuro que por lo demás
es promisorio”, me dijo. “Voy a esperar el plan actualizado antes de
empezar a hablar de un futuro promisorio”, le dije. “Ahora estamos
en medio de una grieta, en cuclillas, vigilando”, me dijo.
“Yo me siento perdido y vulnerable, sin mapa, y podrían
liquidarme a la primera volea”, le dije. Justo Darrell entró
en la habitación. “¿Y a vos qué te pasa?”, me dijo. “Estoy
perdido”, le dije. “Yo vi el segundo plan y creeme que es mucho
mejor que el primero”, me dijo. “¿Pero cuándo va a
llegar?”, le dije. “Falta poco, ya casi lo terminan, sólo quedan
unos últimos toques”, me dijo. Joaquin dijo, “Esta gente
sabe perfectamente lo que hace, son los mejores”. “Yo ni siquiera
sé quiénes son”, le dije. “No tenés por qué saberlo”,
me dijo Darrell. “No es asunto tuyo”, me dijo Joaquin.
“Pero no soy una rata de laboratorio”, le dije. “Va a estar
todo bien, ya vas a ver”, me dijo Darrell. Poco después un tipo
enmascarado vino y le dio a Joaquin una hoja de papel. Cuando el tipo
se fue, Joaquin me dijo: “Está bien, vení conmigo”. Salimos a la
calle y empezamos a caminar. Un tipo me saludó y yo
le devolví el saludo. “¿Eso estuvo bien, Joaquin?”, le dije. “Muy bien”,
me dijo. Un rato después una chica que conocía vino y me abrazó.
“Joaquin, ¿eso fue un error?”, le dije. “No, estuvo perfecto”, me dijo.
Finalmente, entramos a la heladería. Una camarera nos tomó
el pedido. Una mujer se acercó a Darrel y le dijo, “¿Les molesta
si me siento”. Darrell le dijo, “Por supuesto que no, sentate”. Ella le dijo,
“Darrell, te extrañé. ¿Adónde estabas?”. Darrell
miró a Joaquin y Joaquin asintió. Entonces Darrel dijo, “El Plan B
me permitió encontrarte. Tenemos que estar siempre agradecidos.”
“Alabado sea el Plan B”, dijimos todos al unísono. Empecé a lamer
mi cucurucho de chocolate con un profundo aire de misterio.

El palacio de la memoria

No había ninguna luz prendida en el lugar a esa hora de la noche.
Fui a la puerta de atrás y giré el picaporte. Por supuesto,
estaba cerrada. Había una profusa enredadera a un costado del edificio,
y traté de treparme. Estaba a punto de llegar arriba cuando se bamboleó
y se empezó a soltar del edificio. Me estrolé contra el suelo
y me corté la frente y los dos brazos. Adelante, encontré una escalera
para incendios y me subí. Entré por la ventana del segundo piso
y me sorprendió encontrar pilas y pilas de álbumes de fotos y archivos
que tapizaban el suelo. Prendí una luz, aunque era consciente del peligro
que entrañaba. No había ningún orden. Puse una silla
y agarré un álbum: chicos disfrazados de vaqueros subidos a un pony,
chicos mostrando peces que acababan de pescar, tortas de cumpleaños, fiestas,
hamacas, bailes, una fascinación inextinguible con los chicos, pero
de alguna forma todos parecían parte de la misma infancia. Después
agarré el álbum de los agonizantes, respiradores, suero,
la mirada vidriosa y extraviada de los moribundos. En
el Palacio de la Memoria nada se pierde, sólo se traspapela. Me pasé ahí
la mayor parte de la noche, hasta estar tan cansado que me costaba
mantener los ojos abiertos. Al revisar los muchos álbumes dedicados
a las parejas jóvenes, me quedé duro de repente. Había una foto de mis padres,
severamente descolorida, donde se los veía con menos de veinte años, tal vez
incluso antes de casarse, tomados de la mano y sonriéndole a la cámara,
el mundo conteniendo su furia unos instantes, regalándoles
su momento de luz, tan frágil y tan tenue. Arranqué la foto
y me la metí en el bolsillo. Fui a la ventana y miré
hacia abajo. Ahí parado había un viejo de uniforme.
“Baje, joven, tenemos que llevarlo detenido”, me dijo.
“Pero agente”, le dije, “soy un viejo”. “El Palacio de la Memoria
no tiene memoria. Todo le da igual”, me dijo.

traducción de Ezequiel Zaidenwerg


James Tate (Kansas City, Missouri,1943) Es autor de trece libros de poesía, incluyendo Selected Poems, que ganó los premios Pulitzer y William Carlos Williams; y Worshipful Company of Fletchers, que recibió el National Book Award, una de las distinciones mas prestigiosas de Estados Unidos. Ha cosechado además muchos otros galardones; entre ellos, se destaca el premio Wallace Stevens de la Academia de Poetas Estadounidenses que recibiera en 1995. Tate fue profesor de literatura en la Universidad de Massachussets en Amherst. Su obra no ha sido traducida aún al español.


Ezequiel Zaidenwerg nace en la Ciudad de Buenos Aires en 1981. Es traductor y poeta. Ha publicado los libros Doxa (Vox, 2007), La lírica está muerta (Vox, 2011) y Sinsentidos comunes (Bajolaluna, 2015), ilustrado por Raquel Cané. Vive en Nueva York

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s